Una reflexión en
torno al taller a cargo de Marlov Barrios: "Universos
Transportables".
Por Andrea Pellecer
Howard
Meses
de espera. En realidad no sabía si algún día sucedería.
Finalmente,
apareció el esperado aviso: “Nueva travesía hacia los Universos
Transportables”. Mi corazón dio un brinco. Me
lancé presta a adquirir mi boleto. Esta vez no me lo perdería, esta vez me
embarcaría sin dudarlo.
Volví
a casa con mi boleto y de inmediato empecé a preparar mi maleta. Tenía poco
tiempo para alistarme. Reuní
sólo los materiales más importantes y aún así me costó acomodarlos: colores,
formas, sueños, sonidos, ideas, recuerdos, ilusiones. Ah, y unas tijeras. Tuve que usar una maleta aparte para mis
miedos y dudas, no fuera a ser que echaran a perder a mis preciados materiales.
Salí
corriendo a la estación y conseguí llegar a tiempo para zarpar con los demás
viajeros. Ahí nos esperaba el Capitán Marlov. Creo que ninguno conocía
exactamente el destino del viaje, pero las travesías del Capitán son bien
conocidas en toda la comarca: quien hace
el viaje nunca vuelve siendo el mismo… ni regresa al mismo universo.
Así
que zarpamos, pues. Emprendimos juntos la travesía, pero poco a poco noté cómo
cada viajero empezaba a trazar su propia ruta. Al igual que los demás, comencé
a hurgar en mi equipaje y pronto me encontré revisando significados y
significantes; asombrada de lo que había decidido traer conmigo al viaje (y de
lo que había olvidado) y empezando a entender que aquella era una travesía
hacia el más desconocido de los universos: yo misma. Para entonces había perdido la noción del
tiempo. Por momentos veía de nuevo a los demás viajeros, pero luego cada quien
volvía a lo suyo.
El
Capitán nos reunía cada cierto tiempo y nos obsequiaba sus anécdotas y
consejos. Yo simplemente detenía mis
labores cuando esto sucedía, porque rápido entendí que eran esos breves
instantes donde se hallaba la esencia del legado de nuestro mentor.
Una
noche, trabajando, descubrí que había algo de tristeza en el fondo mi equipaje.
La saqué para ver en qué podía usarla. Mala idea. Estaba rancia y pegajosa, no
me la logré quitar. Me atacó directo al corazón y me dejó muy golpeada. Quería
huir, pero íbamos a medio viaje, no me podía bajar. Llené la tina con mis lágrimas para tomar un
baño e intentar meditar qué hacer. Entonces la tristeza me dijo que le
escribiera a mi corazón.
Di
a luz una estampa de mi corazón, con sus crudos agujeros.
Para
reconfortarlo, le compuse coloridas variaciones, como cuartetas de un romance.
Le
dediqué pequeños poemas:
Corazón. Creí que eras una fruta y te arranqué.
A mi pecho. ¿Cuándo entraste?
Voy en tinieblas. Corazón, vela por mi.
Corazón. Morí y nunca te pude ver.
Confeccioné
pañuelos de mi corazón para limpiar mis lágrimas con ellos.
Se
acercaba el final de la travesía, así que tomé prestada la voz latina Cordium, que significa corazones, y de esta forma nombré a mi
pequeño tributo. Preparé un repositorio con su nombre y ahí guardé mi preciado
universo, listo para transportarlo cuando fuera necesario.
Otra
noche, el Capitán nos reunió de nuevo y nos pidió que compartiéramos nuestro
trabajo. Yo no recordaba cuánto llevábamos en el viaje, pero fue entonces que
pude ver todo lo que los viajeros habíamos estado haciendo y comprendí que cada
quien fue llevado a construir un universo parlante, un autorretrato innegable
de su momento en ese instante de su vida.
A lo mejor no fuimos del todo conscientes del proceso, pero nuestras
creaciones eran testigos y ahora era momento de obsequiarlas al mundo. El Capitán nos ayudó a empacar nuestros
universos, guió a cada viajero para que no olvidara ningún detalle y empezamos
a vislumbrar el arribo.
Llegó
el día de revelar nuestros universos a las miradas ajenas y nos tuvimos que
atrever. Teníamos pena, no sabíamos si nuestras creaciones llenarían alguna
expectativa. Las dudas son eternas compañeras, siempre caminando con uno. Pero
sobrevivimos. Ahí estaban nuestros universos, expuestos a merced de la crítica
y la incomprensión, pero también deseosos de conversar con el público.
De
eso ya pasó algún tiempo y aún debo preguntar a los demás viajeros cómo se
sintieron aquella noche. También me pregunto si mi pequeño universo logró
transportar algún diálogo con los visitantes que le conocieron. Espero alguien haya
celebrado el color, la forma e incluso el dolor en su propio corazón. Ya
deglutí por lo menos la mitad de mi existencia y aún no sé quién soy, aún no sé
hablar, aún no sé nada. De cualquier
manera, incluso si debo seguir practicando cual aprendiz de la vida, mi
travesía cumplió su promesa: no volví
siendo la misma… ni regresé al mismo universo.
Gracias, Capitán.